Escribo estas notas en Roma, horas antes de partir para Washington, donde el día 15 de noviembre voy a participar en la reunión de líderes mundiales, mientras la comunidad internacional está evaluando aún los daños provocados por la más grave crisis financiera desde 1929.
Las respuestas a los desafíos actuales no pueden provenir de los especialistas, que durante tres décadas han aplicado las recetas que nos han llevado al actual colapso de la economía mundial. Lo que necesitamos son otros consejos, provenientes de hombres y mujeres con acusada sensibilidad social, preocupados por la producción, por el empleo y por un orden global más equilibrado y democrático. Como dije en mi reciente discurso ante la Asamblea General de la ONU, ha llegado la hora de la política.
El pensamiento neoconservador y recetas como las del Consenso de Washington consagraron la autorregulación de los mercados, la hegemonía del capital especulativo y la práctica inutilidad del Estado. El predominio de semejantes ideas encubría en realidad una actividad especulativa sin precedentes, que provocó una separación prácticamente total entre las esferas productiva y financiera. La economía global se transformó poco a poco en un enorme casino.
La crisis financiera ha obligado a los fundamentalistas del liberalismo a rendirse a la evidencia de su propio fracaso y a implorar la acción del Estado para evitar un posible agravamiento. De repente, la intervención estatal dejó de ser abominable y pasó a ser indispensable para los defensores de la tesis falaz –y durante mucho tiempo, poco cuestionada– de que el mercado es virtuoso por definición y capaz de regularse a sí mismo.
El electorado de Estados Unidos –epicentro de la crisis– se ha manifestado a favor del cambio en las recientes elecciones. El capital político de Barack Obama refleja el apoyo popular a una propuesta de variación de rumbo que sea dictado esencialmente por la política, y no por los mercados. Representa también la condena de una práctica y de un discurso que en los últimos tiempos fueron dominantes, hasta el extremo de impedir que las adecuadas medidas correctoras pudieran ser tomadas por los Gobiernos de los países involucrados, a pesar de las múltiples señales de descontrol del sistema financiero. Esperemos que el nuevo equipo gubernamental sepa escuchar el mensaje de las urnas.
La cuenta que hemos de pagar a causa del descontrol especulativo es muy elevada, y los trabajos de reconstrucción serán arduos. La participación de los líderes políticos en esta tarea resultará crucial. Nuestra actuación ha de estar a la altura de la gravedad de las circunstancias y de la magnitud del desafío que supone edificar un nuevo orden financiero internacional. Tal arquitectura ha de ser capaz de evitar que vuelvan a producirse los desmanes que nos han conducido hasta aquí, y cuyo impacto en la economía real amenaza el empleo, el poder adquisitivo, los ahorros y el sueño de una casa propia y de una jubilación tranquila para centenares de millones de personas en todo el mundo.
El cambio del sistema financiero internacional exige una coordinación de los sistemas reguladores nacionales, y pasa necesariamente por el aumento de la participación de los países en desarrollo en los procesos decisorios de gobierno global y en instituciones como el FMI y el Banco Mundial. Estos dos organismos deben ser reformados (o refundados) como parte de un profundo cambio de los mecanismos de gobierno del sistema económico-financiero internacional, que durante mucho tiempo se ha dedicado a velar por un orden mundial asimétrico. De esta manera se imponían recetas de austeridad, de impacto social negativo, a los países en desarrollo, que no eran seguidas por los países desarrollados en situaciones semejantes. Ya no podrá ser posible que ciudadanos, países e instituciones internacionales tengan que obedecer leyes y reglas, mientras que el sistema financiero está mal regulado o, lo que es peor, no está regulado en absoluto.
En Brasil ya dábamos antes de la crisis, y seguimos dándosela ahora, una atención prioritaria a la promoción del desarrollo con vistas a la disminución de las desigualdades sociales y regionales, basado en la responsabilidad fiscal y en bases económicas sólidas, que ponen a nuestro país en condiciones de atravesar la actual turbulencia sin comprometer la evolución económica positiva de los últimos años. En casi seis años de gestión se han creado más de diez millones de empleos estables y, sólo entre enero y septiembre de este año, dos millones noventa y siete mil. A lo largo de ese periodo, veinte millones de personas han logrado superar el umbral de la pobreza absoluta. Nuestra vitalidad económica se sustenta también en una fuerte política de inclusión social por medio de inversiones estatales en educación y en salud, así como mediante programas de redistribución de la renta como el Fome Zero (Hambre Cero), liderado por la Bolsa Família, que atiende actualmente a once millones de familias, el equivalente a cuarenta y cuatro millones de personas.
A escala regional, la democratización de los países latinoamericanos abre espacios para la ampliación del diálogo político y para la concreción de proyectos conjuntos en materia de integración económica y de infraestructuras. América del Sur no quiere soluciones aisladas para la crisis. Quiere más integración. La visión política común que orienta tales opciones ha ofrecido resultados concretos a los agentes económicos y a los ciudadanos en lo que se refiere al aumento significativo, a lo largo de las últimas décadas, del intercambio comercial, de la construcción de cadenas productivas que atañen a países vecinos y de la ampliación de las infraestructuras viarias y energéticas, por citar algunos ejemplos. En este sentido, nos sirven de estímulo los éxitos del proyecto de integración europea, una obra de construcción de la paz de las más duraderas y de mayor alcance social. La historia ofrece múltiples ejemplos de liderazgo y de osadía políticos capaces de inspirarnos para esa tarea de reconstrucción a la que tenemos que enfrentarnos sin demora. Con la voluntad política y una racional generosidad por parte de los líderes políticos mundiales, podremos llegar a la conclusión de la Ronda de Doha, un paso importante en las medidas anticrisis que han de ser adoptadas.
Con todo, lo fundamental es llevar adelante, como en otros momentos históricos, un cambio radical de la arquitectura financiera del mundo. Nos es necesaria una previsibilidad económica para reconstruir la economía mundial sobre nuevas bases, de manera que el mundo de las finanzas esté al servicio de la producción agrícola, industrial, científico-tecnológica y cultural, y no al contrario, como hasta ahora ha venido ocurriendo. Los países en desarrollo, como Brasil, están dispuestos y en condiciones de asumir sus responsabilidades en este esfuerzo colectivo.
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